viernes, 20 de junio de 2008

Los Agüera, saga de veterinarios

Esta familia jerezana tiene descendientes hoy en activo, además de rectores de colegios y catedráticos

RAFAEL LORENTE HERRERA

Es sabido que en el medievo los oriundos de un pueblo que marchaban a otro terminaban siendo denominados o apellidados como su lugar de origen. Así, la familia Agüera debe su nombre a un pueblo próximo a Torrelavega (Santander). Según los más prestigiosos genealogistas de las Montañas de Santander (Escageno Salmón, García Caraffa, etc.), el apellido Agüera proviene de «un linaje de Nobles Hijosdalgos de sangre, al fuero de Castilla con Casa Solar y principal Mayorazgo o sita en el lugar de Barcenaciones, Ayuntamiento de Reocín, Partido Judicial de Torrelavega (Santander). Procede por tanto este topónimo del Lugar de Agüera, Ayuntamiento de Reocín, Parroquia de Quijas, a una legua y media de Barcenaciones (Madoz, 1850)».
Como era habitual en la época (siglo XVIII), el hijo primogénito heredaba el mayorazgo, lo que incluía la casa solar y las posesiones familiares, mientras que sus hermanos habían de buscar «fortuna», generalmente a través de la Iglesia, la Milicia o la emigración a América (Indias) o al Reino de Andalucía, lo que por general era un paso previo para embarcarse a América.
Debido a esto, en la primera mitad del siglo XVIII se produjo el traslado a Andalucía, primero a El Puerto de Santa María (Cádiz) y, después, con carácter definitivo a Villa del Río (Córdoba) del matrimonio formado por Benito de Agüera Mier y Terán y por Juliana de Peredo y del Corral, nobles de sangre pero escasos de fortuna.
He aquí el primer antecedente familiar de la actual profesión de veterinaria. Seguramente llegó al cargo de Albéitar a través de su práctica privada, que le ayudó a obtener el prestigio profesional concedido por el Real Tribunal del Proto Albeiterado (antigua denominación veterinaria).
No hay que olvidar que en 1737 los Albéiteres hicieron un pedimento a su Majestad para que se reconocieran las prerrogativas de las que asiste a la profesión, y de los privilegios y preeminencias que deben gozar los que la ejercen. La Pragmática Real de 1739 declara a los Albéiteres como veterinarios a los que se les debe reputar y tener como profesores de Arte Liberal y Científico, y que como tales se les observen y guarden las excepciones, prerrogativas y libertades que les pertenecen.

Esta saga o familia de veterinarios ha tenido y tiene numerosos descendientes hoy en activo, algunos de ellos doctores veterinarios, rectores de colegios y catedráticos de universidades, concretamente de facultades tan importantes como es la de Córdoba, de la que ya son tradición en sus aulas, en su rectorado y decanato.

Natural de Villa del Río (Córdoba), don José Agüera Román fue el hijo mayor de una prolífica familia (20 hermanos). Su padre, también veterinario, fundó la Escuela de Veterinarios de Córdoba en el año 1847. Terminó su carrera en el 1899. Fue veterinario en Priego (Córdoba) pero acabó instalándose en Jerez de la Frontera.

El que esto escribe era muy pequeño cuando lo veía salir de la calle Fontana ya muy mayor, en un carrito por la minusvalía que padecía en sus piernas. Llevado por uno de sus nietos, antes de atravesar la calle Medina ya lo paraba alguna persona para pedirle una limosna, pero al cruzar a la esquina de la calle Bodegas lo esperaban otros con la misma intención. Algunos, por sus ropas con remiendos, se les veía que eran mendigos, pero otros, que vestían unas chaquetas de pellejito de cebolla y brazaletes de luto en la manga, eran trabajadores en paro, a los que yo observaba como Don José Agüera Román socorría metiéndose la mano en las carterillas de su chaleco para darles una moneda. De luengas barbas, serio y aparente mal genio, aquel impedido anciano era un hombre de gran corazón que cambió en mí el concepto que los niños de entonces teníamos de los viejos con barba. Con su espíritu caritativo, empatía y sensibilidad, don José Agüera mostró a los que los conocimos, a su familia y a Jerez, que era un hombre de una humanidad poco común; baste contar que, entre sus catorce hijos y los nueve hijos de sus hijas viudas de la Guerra Civil, crió a 23 niños. Esto quiere decir que en su mesa se sentaban diariamente alrededor de 30 personas, porque, además, casi siempre había algún agregado. Me ha contado Paco Fernández, el hijo mayor de Tío Juane, que era su herrero, que algunas veces cuando iba a llevarle o a cobrarle las herraduras que su padre le hacía a Don José, también comía en la mesa de la calle Fontana.

Astillas

No es raro que de tal palo, hayan salido tales astillas. Me refiero a sus hijos, en especial a Don Aurelio Agüera Muñoz, al que todo Jerez recuerda con cariño, especialmente el mundo del toro, del caballo y los empleados del matadero municipal en los que ha dejado una profunda huella, como también en los ganaderos de la cabaña vacuna y porcina a los que como profesional de la veterinaria entregó su vida.

Mas que serio, era un hombre recto y siempre en «su sitio». En contra de lo que puedan pensar los que no lo conocían bien, don Aurelio Agüera Muñoz fue también, como su padre, un hombre de gran humanidad y sentido del humor.

«El ilustre veterinario jerezano, don Aurelio Agüera Muñoz, amigo de sus amigos», como tan sentidamente, en su carta póstuma, redactara el ganadero don Manuel de la Calle.

Amigo de mi padre, conocí a don Aurelio allá por los años 50 del pasado siglo, cuando el matadero municipal estaba en la calle que lleva su nombre, próximo a mi casa de la calle Medina. Los niños del barrio de la Albarizuela hacíamos incursiones para ver llegar a las reses y el espectáculo dantesco que era desollarlas, descuartizarlas, limpiarlas, etc. Y allí, en la acera de enfrente estaba don Aurelio: tan alto, altísimo, imponiendo sus respetos con su camisa blanca, libreta en mano. Parecía llevar exhaustivo control de aquel maremagnum de ganado que entraba en el matadero, el que desde la calle oíamos mugir imaginándonos una muerte atroz. Al poco, ensangrentados matarifes y gandingueros avisaban a don Aurelio, el que, tras su visto bueno y certificación, salía del matadero trayéndonos una cuerna o el asta de algún toro que le habíamos pedido para jugar.

Doctor en veterinaria por la facultad de Córdoba, don Aurelio Agüera era un hombre respetado y querido: lo primero por su talla y personalidad seria y rigurosa que ocultaba a una persona de gran humanidad, solidaria y generosa que conocía con precisión los valores e intenciones de quien se le ponía por delante y que el valoraba con justicia. Y lo segundo: por su profesionalidad. Cabe recordar que don Aurelio Agüera era un destacado y brillante veterinario cuyo ojo clínico y praxis era de sobra conocida por los ganaderos y criadores de Jerez y su comarca, características profesionales que le hicieron siempre gozar de la consideración de los compañeros de profesión que lo clasificaban como el número uno.

Toros indultados

Su conocimientos y práctica sobre la etio-patogenia y la terapéutica de la cabaña brava o porcina era poco menos que sorprendente, como también de la equina; es por lo que cada uno de los profesionales veterinarios que se le acercaban, ganaderos, mayorales o herradores, siempre recibían desinteresadas e incondicionales clases magistrales, porque su experiencia era única. Ahí están los toros indultados que don Aurelio salvó metiéndole los brazos enteros en el hoyo de las agujas para extraerles las necrosis provocadas por las puyas y que luego padreando tantos beneficios y satisfacciones han dado a sus respectivas ganaderías.

Don Aurelio Agüera era uno de los taurinos más entendidos de Jerez, no en vano su vida entera había transcurrido en el campo, de niño con su padre don José Agüera también veterinario y, una vez licenciado, como funcionario municipal en el matadero de nuestra ciudad y del coso de la calle Circo. Era tal su afición que no tenía día ni hora para estar en el campo viendo las diferentes ganaderías que como profesional llevaba. A veces, miles de veces, sin tener por qué (porque a Don Aurelio no le movía otro interés que el amor a su profesión), sólo por el deleite de salir temprano para ver las nuevas camadas o las corridas apartadas para las diferentes ferias de España, para las que los ganaderos contaban con su sabia opinión a la hora de seleccionarlas. Recorriendo fincas y ganaderías, el maestro veterinario desayunaba en una, almorzaba en otra y tomaba café en la última antes de regresar a su casa; esto, si no había recibido el aviso de algún cortijo, rancho o el de cualquier humilde parcelista cuya única vaca se le moría. Al final: como el sastre del campillo, ponía también el hilo; pero volvía para su casa con la satisfacción de haberle salvado la vaca al pobre mayeto.

Como aficionado a la Fiesta, poco podía pasársele por alto a don Aurelio, porque si como torista lo conocía todo: ganaderías, encastes y características de cada una de ellas, etc, como torerista había vivido el siglo de oro del toreo y, tras las miles de faenas contempladas a lo largo de su dilatada vida de aficionado, sabía con sorprendente precisión lo que un determinado torero sería capaz de hacerle al toro que le había tocado en suerte.

Dos meses antes de su muerte pude percibir su sensibilidad en el gozo inmenso que le suponía ver torear con gusto y arte. Refiriéndose al joven Julio Aparicio, al que erguido, con el compás abierto, me imitó en el salón de su casa haciendo el toreo «como es», me dijo. Y después de dos tandas remató con «el de pecho». Y no tuve más remedio que decirle: olé. (La Voz Digital de Cadiz)