El pasado día uno se celebró el Día Internacional de las Personas
Mayores: actos de todo tipo corrieron por nuestra geografía.
Por cierto, fui testigo de un particular evento del que salí más bien
triste y, por supuesto, reflexiva, ya que corrían por mi memoria
palabras de mi novela Sol de Otoño en las que el protagonista, con
resignación, se queja: "El hablarnos a voces, de tú y en ese tono
vergonzante, en el que lo hacen es un insulto".
Efectivamente, mi preocupación por los mayores me ha llevado a
concluir que, a veces, nos olvidamos de la dignidad, que nada tiene
que ver con los años, y, ¡venga fiestas, centros sociales, viajes,
bailes, etcétera!
Y todo eso es muy plausible, pero, ¿qué hacemos en el ámbito familiar,
el más importante para ellos, por tratar de que sean felices?
Los condenamos a una vejez sin remedio, cuando, al subir el tono de la
televisión, les gritamos: "¡Estás sordo!" Cuando, al tropezar,
exclamamos: "¡Estás ciego!" Cuando olvidan algo e, inexorablemente,
repetimos: "¡Que estás perdiendo la memoria!"
Los condenamos a la soledad más absoluta, cuando se nos pasan los días
sin visitarlos, cuando ni tan siquiera tenemos tiempo para una llamada
de teléfono ("¡qué no daría yo por unos minutos en compañía de mis
padres!"), cuando se nos olvidan sus achaques e impotencias, cuando ya
no nos sirven, en definitiva, para nuestro absoluto provecho. Y los
condenamos a una tremenda humillación, cuando, olvidados de su
dignidad, pasamos a tratarlos como niños.
La ancianidad debe ser un eslabón más en el proceso evolutivo. No una
petrificación y marginación social y familiar, expuesta a las
intemperies de nuestros repentes. De ahí que, reyes por un día, no.
Son nuestros padres, siguen ahí.
Menos fiestas, pediría yo, y mucho más amor.
*Maestra y escritora