domingo, 1 de enero de 2012

Una vida para dos

Tras 15 años de tratamiento, en octubre de 2010, Consuelo Mantas decidió donar uno de sus riñones para salvar la vida de su marido, Juan.

CÓRDOBA | ACTUALIZADO 14.01.2012 - 07:47 ABC Cordoba.

El destino los unió cuando aún eran muy jóvenes, la Iglesia acogió su enlace y el pasado diciembre, después de 17 años de matrimonio, se produjo la mayor muestra de amor posible, mayor incluso que la concepción de sus dos hijas. Consuelo Mantas le ha salvado la vida a su marido, Juan Antonio Herencia, gracias a la donación de uno de sus riñones y le ha privado de pasarse el resto de sus días enganchado a la máquina de diálisis. Su gesto va más allá de la solidaridad de quienes deciden que, tras morir, los familiares autoricen el aprovechamiento de todos los órganos posibles también para salvar otras vidas. Ella lo ha hecho en vida, algo heroico y que sucede en contadas ocasiones -sólo hubo tres casos en el Hospital Reina Sofía en 2011-. En Villa del Río se ha gestado la historia, en el seno de una familia con una vida aparentemente normal, preocupada como tantas por esos problemas que azotan a la sociedad y hasta ahora refugiada en el calmo anonimato. Él, que cumplirá 42 años el próximo 29 de junio, y ella, de 37, son los protagonistas de un hecho que puede -y habría de- servir como lección a quienes aún creen que estas aventuras sólo son parte de la ficción y que ha enternecido al personal sanitario que ha participado en el trasplante, que se registró el pasado 14 de diciembre en el quirófano 8 del Hospital Reina Sofía. Juan lo entiende ahora como el día en el que volvió a nacer.

Consuelo y Juan repasaban el pasado verano, cuando El Día comenzó a elaborar esta serie de reportajes, decenas de informes y pruebas y tiraban de memoria para recordar todo aquello que les condujo a optar por el trasplante de vivo. Tienen almacenados en carpetas y cajones documentos que ayudan a repasar la intensidad con la que esta familia ha vivido la última década y media. Su complicidad es tal que hasta son capaces de pensar y dibujar la realidad como si fueran una sola unidad. Reconstruyen situaciones imposibles de rehacer sólo por uno mismo, muy lógico si se tiene en cuenta que llevan 21 años compartiéndolo todo y casi 17 casados, y que "jamás" han pasado una noche lejos el uno del otro. A ellos les basta una mirada o un gesto para adivinar lo que el otro no se atreve a decir. Su complementariedad es, quizás, lo que les ha podido ayudar a dar este paso adelante tan trascendental como valiente y no exento de riesgos. "Nos conocimos por medio de una amiga y de la cuñada de Juan cuando fuimos a su casa, en la calle Pescadería, para ver a su hijo recién nacido", detalla Consuelo sobre ese primer encuentro.

Esta pareja de Villa del Río contrajo matrimonio en 1996 y poco después de darse el sí quiero fue cuando comenzó su particular calvario. Han pasado 15 años desde que los riñones de Juan empezaron a dar problemas y a advertir que algún día fallarían del todo. "Juan enfermó y le diagnosticaron un pólipo; en su casa nadie sabía que podía tener problemas", explicaba hace sólo unos meses mientras su marido -cabizbajo y preocupado- se limitaba a asentir al relato de su mujer y, en contadas ocasiones, a levantar su mirada hacia el vacío. La vida cambió entonces. Los médicos de Urgencias de Montoro lo trasladaron a la consulta del urólogo, el doctor Juan Carlos Regueiro, quien poco después hizo lo propio pero en dirección al Servicio de Nefrología del Hospital Reina Sofía al entender que el problema radicaba en la masa del riñón.

La familia Herencia Mantas vivió 11 años de tranquilidad, sin complicaciones que despertaran las alarmas, hasta que en el mes de agosto de 2007, en plenas vacaciones y en un Villa del Río de intenso calor, con promedios de 40 grados diarios, otro episodio crítico volvió a advertir a la familia Herencia Mantas. El mismo hogar que hoy es una coqueta y confortable vivienda era en aquel momento una casa patas arriba. La familia había crecido, sus hijas sumaban ocho y cuatro años, y Juan y Consuelo eran conscientes de que la reforma del inmueble, que entonces llevaban a cabo, era más una "necesidad" que un capricho. "Vivíamos cerca, en casa de mis padres, con mi hermano Juan Pedro", matiza ella. En uno de esos días de agosto y en plena obra Juan empezó a sentirse mal y su fiebre avivó la preocupación. Consuelo entendió que esos grados de más podrían estar relacionados con los problemas renales que arrastraba su marido. Él, por el contrario, culpó al ventilador, causante, en su opinión, de una gripe, poco común en pleno verano.

Juan acabó, primero, en la unidad de Urgencias de Montoro, y esa misma tarde en el Hospital Reina Sofía. El problema había ido a mayores. No cabía ninguna duda. "Si no llega a ser porque les dije que Juan sufría una poliquistosis renal, seguramente nos habrían mandado a casa", detalla Consuelo. Su paso por Urgencias del complejo cordobés acabó en el ingreso de Juan y en la posterior extirpación del riñón izquierdo, todo ello en el plazo de dos meses -entre el 5 de agosto y el 6 de septiembre-. Esta intervención les dio tres años de tranquilidad. El riñón derecho respondía y, aunque con el temor de que se volviera a repetir un episodio crítico y reapareciera el problema, se llegó a pensar en que al final del túnel había luz.

Esa sensación de normalidad se vio interrumpida en octubre de 2010 cuando el único riñón de Juan también empezó a fallar. No había más opciones que la diálisis o el trasplante, pues los niveles de creatinina se habían disparado y había empeorado su estado de salud. "No estoy para diálisis", repetía una vez y otra vez Juan, que no quería reconocer el empeoramiento de su riñón derecho. La diálisis era inevitable. El día 5 de ese mismo mes de octubre es otra de las fechas que Consuelo tiene grabada a fuego y remarcada en intenso amarillo fosforito en las hojas del calendario. Una nefróloga, la doctora Sagrario Soriano, fue la primera que planteó la posibilidad del trasplante de vivo, siempre y cuando el donante perteneciera al mismo grupo sanguíneo que Juan.

Consuelo, siempre a espaldas de Juan, busca y rebusca en toda la casa en busca de una pista que le diera a conocer el grupo de Juan. Finalmente, en el cartón del servicio militar lee que Juan era B+, casualmente el mismo que ella. Ella entendió entonces que su riñón podía salvar la vida a su marido. Tuvo que pasar algún tiempo para que ella lograra convencerlo de que estaba dispuesta y absolutamente decidida, que ese era el final del callejón en el que llevaban inmersos tantísimos años. "Si estás malo, que sepas que lo estamos todos, tus hijas y yo". Ésta fue la convincente frase que hizo a Juan abandonar el discurso del "prefiero ser el único enfermo de la casa, pero que no le pase nada a mi mujer".

El nuevo sí quiero de Juan y Consuelo dibujó un nuevo panorama, más esperanzador pero, a su vez, repleto de trámites y pruebas. Hubo momentos de desaliento y de ganas de volver a sonreír y abrazar la vida. "He pasado por el psicólogo, cardiólogo, y ginecólogo, entre otros, y me he sometido a ecografías de todo tipo", evoca la esposa de Juan meses antes de pasar por el quirófano 8 del Reina Sofía. Entre octubre de 2010 y diciembre de 2011, Consuelo y Juan han vivido pendientes del teléfono, pasado muchas noches en vela, viajado a la capital para dar nuevos pasos dirigidos al trasplante, pero siempre con esa claridad intacta de compartir hasta límites que jamás imaginaron cuando decidieron unir sus vidas. "Sólo quiero que se ponga bueno", ha repetido ella miles de veces.
Mañana. Segundo capítulo: En sus manos.
Consuelo Mantas decidió donarle uno de sus riñones a su marido pues él sufrió la pérdida de uno de los suyos en 2007 y el otro le dejó de funcionar bien en 2010. La pareja lleva 15 años de continua presencia en el hospital.
RAFAEL CARLOS MENDOZA | ACTUALIZADO 16.01.2012 - 20:07 ABC CORDOBA

Desde que Consuelo Mantas decidió dar el paso al frente para donar uno de sus riñones a su marido, Juan Herencia -con un órgano menos desde 2007 y fallos en el que le quedaba desde 2010-, la familia ha vivido cada hora, cada momento, pendiente del teléfono y de los movimientos del equipo de nefrólogos y urólogos que ha estado al frente de esta compleja operación. Desde que comenzó esta historia de solidaridad están en manos de los médicos aunque también creen en las de Padre Jesús de Villa del Río, al que profesan una profunda devoción. Nada más conocer la grave enfermedad que sufría Juan comenzaron las continuas visitas a la capilla del colegio de la Divina Pastora, que preside el titular de la cofradía, y en cualquier rincón de su casa, en el fondo de pantalla del teléfono móvil, en el ordenador, hasta en el bolsillo de la chaqueta y en la cartera hay estampas de la venerada imagen de Padre Jesús. Pero en el Hospital Reina Sofía están las manos humanas, las de los médicos y las de todo el personal sanitario que ha intervenido. En ellas depositaron toda su confianza. Allí están las manos del doctor Alberto Rodríguez Benot, un nefrólogo que conoce cada detalle del proceso seguido desde que el único riñón que le quedaba a Juan acabó de funcionar bien y lo dejó abocado a la diálisis. Y es que Benot sabe a la perfección todos los pasos que hay que seguir para realizar un trasplante desde un donante vivo a otra persona.

El doctor Rodríguez Benot es un hombre cauto y prudente, aunque eso no merma un ápice su entusiasmo y compromiso con todos los casos que llegan a su mesa. De Juan apunta desde un principio que "tiene un problema renal hereditario, que hace que los riñones dejen de funcionar con el tiempo y pierdan esa función de limpiar la sangre" y hace hincapié en la "ayuda de la máquina", la diálisis, un proceso al que estaba condenado antes de la llegada del injerto. El nefrólogo del complejo cordobés analizaba meses antes de la operación que la única posibilidad de dejar la máquina era el trasplante, bien procedente de un ser vivo o bien de un donante fallecido. El injerto de vivo, como se conoce en el argot facultativo al primero, es "el que ofrece el máximo estándar de calidad y ahora puede proceder tanto de un familiar como de un amigo o la propia pareja". Al analizar las ventajas, habla el médico del mayor número de años de supervivencia, aunque matiza que también tiene mucho que ver el hecho de que el paciente haya entrado en la diálisis.

Juan parecía sobrellevar su nueva vida, el enésimo cambio al que tenía que enfrentarse desde el día que le diagnosticaron un pólipo en el riñón. Acudía al centro de diálisis entre tres y cuatro veces por semana, pero las molestias no se reducían simplemente al hecho de tener que desplazarse a algo más de 50 kilómetros de su casa y a tener que ingeniárselas para compatibilizar trabajo, familia y su responsabilidad como integrante de la junta de gobierno de la Hermandad de Padre Jesús, algo que le daba vida. Su existencia era bastante "limitada" y así lo reconocían tanto Consuelo, su mujer, como los médicos que lo han asistido en este año de diálisis. Él, sin embargo, se mostraba reacio -demasiado tal vez- a reconocer la dureza de esos días que caían como pesadas losas sobre su espalda. Sin libertad para beber agua -no más de dos litros cada 48 horas- ni para desplazarse y con una dieta muy estricta -sin fósforo ni potasio-, Juan fue durante mucho tiempo el vivo ejemplo de quien oculta un dolor para no hacer sufrir a aquellos que se encuentran a su alrededor, a los que considera su punto de apoyo en la vida. Sus fuerzas le daban para tirar de la familia junto a su mujer, para educar a sus hijas, Ana Estrella y Rocío, de 12 y 8 años respectivamente, y para mostrar la mejor de sus sonrisas a sus sobrinos Belén y Alfonso, de 5 y 3 años, que pasan muchas tardes en su casa.

Con el paso de los meses y la sucesión de los trámites y pruebas previas al trasplante, Juan, más que tranquilizarse, se mostraba más preocupado. Le horrorizaba la idea de que algo pudiera salir mal en la operación y de que no sirviera para nada el riñón que su mujer le había brindado. Afirmaba entonces que había pasado muchas noches en vela, mirando a Consuelo, a veces con lágrimas en los ojos. Por su cabeza pasaba "de todo", pero primaba en esos momentos la imagen amable de sus hijas. Porque él, temeroso, repetía en innumerables ocasiones sus dudas sobre el futuro de Ana Estrella y de Rocío si todo salía mal. Sus cuitas aparecían en cualquier conversación en las que se abordaran los pros y contras de la operación, más aún después de las pruebas que concluían que la pareja era absolutamente compatible para el trasplante.

El doctor Rodríguez Benot se refería desde un principio a la compatibilidad de ambos como clave para el desarrollo con éxito del proceso, así como a la realización de una entrevista clínica con los protagonistas, el donante y el futuro trasplantado: "Hemos de hacer una entrevista para informar sobre el procedimiento que se va a llevar a cabo, en qué consiste, las ventajas, el resultado del estudio y los trámites legales que habrán de darse antes de la intervención".

Después de analizar la compatibilidad, los nervios de Juan y los de Consuelo -más serena en todo el proceso casi hasta el final-, se pusieron a prueba de nuevo cuando el trasplante se enfrentó a los formalismo legales que debían darle validez. Siempre es un paso obligado. Por ello, Consuelo y Juan tuvieron que someterse, en primer lugar, a la comisión ética que debía dictaminar si existía "algún tipo de inconveniente", en términos del facultativo del Reina Sofía. Esta comisión, en la que participaron tanto la dirección médica como personas formadas en Ética de la Medicina -juristas, abogados, médicos, enfermeros y cirujanos, entre algunos otros-, fue la encargada de valorar si existe algún tipo de presión para que se produzca la donación del órgano. En este encuentro, la comisión abordó posibles coacciones, que "en este caso no se han producido", según puntualiza el doctor Rodríguez Benot, quien concluye a este respecto que "no ha de haber ni presiones sociales ni económicas". Tras ello, el juez del Registro Civil fue el que dio finalmente la validez legal a un proceso al que asistió el propio nefrólogo junto a otros facultativos y representantes del Hospital Reina Sofía. Una vez aprobada la intervención, quedaba sólo pendiente la preparación de todo lo necesario para el injerto. Rodríguez Benot explicaba semanas antes del paso por el quirófano que la operación duraría en torno a cinco horas "si todo salía bien" y planteaba la importancia de la habitación especial a la que iría Juan una vez intervenido. "Tiene que tener un aislamiento especial para evitar complicaciones que provengan del exterior", puntualizaba al referirse a este cuarto de presión positiva.

La tensión y el temor al fracaso se entremezclan con la alegría de estar cerca del final del túnel en la víspera de la operación, donde Consuelo y Juan ofrecen visibles muestras de su complicidad.

RAFAEL CARLOS MENDOZA, CÓRDOBA | ACTUALIZADO 20.01.2012 - 07:37
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Ellos habían pasado años esperando este momento. Noches enteras de desvelos, lágrimas y dudas. En ellas surgía una y otra vez ese temor latente a que algo pudiera salir mal y echar por tierra el maravilloso gesto de amor que Consuelo Mantas había tenido con su marido, Juan Herencia, al ofrecerle un riñón para salvarle la vida. En los últimos meses el transcurso del tiempo parecía haberse ralentizado, sobre todo en ese compás de espera de algo menos de un mes en el que vivieron más pendientes de los teléfonos casi que de que cualquier otra cosa en la vida, rezando a todos los santos -en especial a Padre Jesús- para que los llamaran del Hospital Reina Sofía para ponerle fecha al ingreso. La espera constante del anhelado timbre. Esa sensación había quedado sólo como una anécdota o como un capítulo más de esta bella -y ejemplar- historia de amor que nació el día que Consuelo dio el segundo "sí quiero" a Juan. Ahora ya estaban en el hospital, en la más estricta intimidad y acompañados sólo de los padres de ella y unos amigos con los que demuestran una complicidad absoluta. La mezcla del miedo que genera una intervención médica de tanta envergadura y la alegría que produce ver la luz en el túnel de la vida se entrelazan como nunca y se hacen muy evidentes en todo gesto, en toda mirada que se cruza este matrimonio de Villa del Río. Sin mediar palabra da la sensación de que lo dicen todo.

El 13 de diciembre, la víspera de la operación, amanece gris y amenazante de lluvia. Es un mal día para los supersticiosos al tratarse de martes y 13, tanto que algunos médicos del hospital no habían pasado por alto esa coincidencia -terrible para algunos- y decían que hasta habían desechado esta fecha por aquello de los malos augurios. En Villa del Río, en la casa de la familia Herencia Mantas, se muestran ajenos a este cúmulo de casualidades y supersticiones y tratan de aligerar su tremenda preocupación con decenas de conversaciones banales que persiguen eludir el problema. Hablan de fútbol, de meteorología y del colegio de las niñas. Todo vale con tal de distraer la atención y evitar el sufrimiento y la angustia. Poco antes de las 15:00 -el ingreso está previsto a las 17:30- lo repasan todo y confirman que llevan consigo desde documentos personales e informes clínicos hasta los útiles de aseo y ropa en un pequeño bolso de viaje. Tampoco se olvidan de sus innumerables estampas de cristos y vírgenes a los que profesan mayor devoción. "Que no nos falte ninguno", apunta Consuelo. Entretanto, Juan se muestra absorto y preso de sus miedos. Mira al vacío y sólo fija la vista para detenerla en los retratos familiares que va encontrando a su paso antes de salir de su casa rumbo al hospital.

Una vez en el coche -conduce el padre de ella-, la tensión es máxima. La radio suena de fondo en el interior del Volkswagen y Juan apenas es capaz de seguir el curso de las conversaciones que inician su mujer y sus suegros. Consuelo brinda la mejor de sus sonrisas y trata de subirle el ánimo una y otra vez. No está menos nerviosa ni tampoco menos tensa, pero su carácter y su impresionante fuerza vital le llevan a luchar por enterrar todo atisbo de tristeza. El viaje, sin embargo, se prolonga más de lo esperado como consecuencia de un control de alcoholemia en una de las entradas a Córdoba. En la lejanía observan los destellos de las luces de intermitencia de los vehículos que van reduciendo su velocidad y también la señalización que advierte de la presencia de los agentes de la Guardia Civil. "Lo que nos faltaba", apunta Consuelo con cierto aire de desesperación. Éste es, tal vez, el único momento en el que pierde la aparente calma que había mantenido desde que despertó por lo mañana y tomó el desayuno.

El imprevisto de la carretera hace que Juan y Consuelo lleguen tarde a la hora que les habían marcado para el ingreso. "Vaya por Dios, veníamos con hora y fíjate lo que nos ha pasado", se lamenta ella, que en ese momento desconocía aún el notable retraso que sumaba la hospitalización. La satisfacción de enterarse de que no han llegado tarde hace que se relajen y hasta Juan esboza una sonrisa, corta pero suficiente para que Consuelo se atreva con alguna broma que sirva para caldear la frialdad del momento. Esta aparente tranquilidad es sólo fugaz, de apenas unos minutos de duración. Pronto resurgen los nervios y la tensión de días pasados y de esa misma mañana. "Estamos decididos, sabemos que todo va a salir bien y si no, no estaríamos aquí", matiza Consuelo ante su marido, que asiente a todo lo que ella dice y hasta se atreve con una nueva sonrisa. "Los nervios me comen por dentro", reconoce Juan, que no para de morderse las uñas y caminar sin rumbo fijo por el vestíbulo del Reina Sofía.

En las alrededor de dos horas de espera antes de que les asignen una habitación y suban a ella, en el vestíbulo del Hospital se repiten las mismas situaciones una y otra vez hasta el tedio. La mujer de la limpieza y los celadores pasan delante de ellos en sucesivas ocasiones, la puerta de cristales automática se abre y cierra centenares de veces y hasta algún que otro taxi coincide en la parada mientras ellos siguen guardando cola, cansados y sin saber qué hacer para matar el tiempo. En uno de esos momentos, Juan le pide a Consuelo el sobre que contiene el informe clínico de ambos. Les echa un vistazo y ella, con los brazos cruzados, aprovecha que levanta la mirada para regalarle una mirada consoladora y maternal, su enésima prueba de amor en el momento que más lo necesita.

Tras formalizar el ingreso y ya en la habitación (la 1.441 del módulo C de la cuarta planta del centro hospitalario), Consuelo y Juan vuelven a demostrar que su complicidad supera lo habitual. Se animan el uno al otro, se cogen de la mano y abundan en el tranquilizador "no va a pasar nada". Por la habitación pasan las nefrólogas Sagrario Soriano, quien sugirió la donación, y Cristina Rabasco, residente. Las dos coinciden en la "calidad" de la pareja y comentan algunos de los capítulos de ellos que más les han llamado la atención. Hay nervios y miedo, sensaciones que tratan de aplacar sus padres -a su lado en todo momento-. Juan resume su estado de ánimo con un "lo peor será está noche", frase que provoca la risa de su esposa, que concluye con un "todo saldrá bien".
mañana. Cuarto capítulo: El trasplante.
Una vida para dos (IV): El trasplante
La doctora Requena y el doctor Anglada dirigen la extracción e injerto del riñón de Consuelo, un éxito que sirve de broche a esta historia de amor.
RAFAEL CARLOS MENDOZA | ACTUALIZADO 21.01.2012 - 08:51 ABC Córdoba

En el capítulo III La tensión y el temor al fracaso se entremezclan con la alegría que supone ver cerca la luz del túnel en la víspera de la operación, donde Juan y Consuelo ofrecen muestras muy visibles de su amor y su complicidad

Las horas previas en la habitación -la 1441 del módulo C de la cuarta planta- son interminables. La angustia y el temor al fracaso revolotean una y otra vez en el pensamiento de Juan Herencia y Consuelo Mantas, que dan cientos de vueltas en la cama y dejan escapar una infinidad de suspiros al vacío. Apenas median palabra, tan sólo tímidas miradas que prácticamente se pierden en la oscuridad. También los padres de ella, que están en Villa del Río, no han conseguido pegar ojo en toda la noche. Les golpea una preocupación que apaciguan con el "todo irá bien". En apenas unas horas Consuelo bajará al quirófano para poner el broche de oro a una historia que los había mantenido en jaque durante 15 años para entregar el riñón con el que va a salvar la vida de su marido, sin duda alguna el gesto más solidario y la mayor muestra de amor que se puede imaginar en una pareja. Tras esas horas de insomnio, el miedo se diluye como un azucarillo en el café con los primeros rayos solares que entran por la ventana. La luz ilumina el cuarto y allí sólo caben ya los nervios, pero la tremenda preocupación que habían sufrido horas antes se torna por momentos en confianza. "No es posible que fallen, dicen que son los mejores", le espeta Consuelo a Juan refiriéndose al equipo médico del Hospital Reina Sofía. El reloj marca las 08:00, la hora en la que está previsto que la bajen a la bahía para el inicio de la operación. El trasplante se demora más de lo esperado y no es hasta las 09:30 cuando los celadores llegan a por Consuelo, la primera en bajar al quirófano. La despedida se rubrica con un cálido abrazo y un beso que se traducen en un sincero y no dicho te quiero. "Todo va a salir bien", repiten.

Mientras Consuelo y Juan apuran los últimos minutos antes de la operación, la jefa de Urología, la doctora María José Requena, lo dispone todo y se cerciora de que ellos son los pacientes que han de pasar por el quirófano. Revisa la documentación y ve que todo es correcto. Su obsesión es que "nada se salga de la normalidad" pese a tratarse de un caso muy complejo. No se muestra nerviosa y su estado es más que tranquilizador para el equipo que estará junto a ella en las dos operaciones, la extracción del riñón y el implante. El doctor Francisco Anglada, su pareja profesional en infinidad de ocasiones, también muestra un temple admirable, que contagia a los otros facultativos que entrarán al quirófano 8: Roque Cano, urólogo residente y cirujano junto a Requena y Anglada; Manuel Leva, urólogo responsable del trabajo de banco y, por tanto, de la conservación del órgano entre una y otra intervención; y la anestesista Teresa de la Cuesta. El doctor Anglada analiza el proceso, que, "al tratarse de donante vivo, hace que la responsabilidad moral del cirujano sea muy alta".

Con todo perfectamente dispuesto en la zona de operaciones, Consuelo llega en camilla al quirófano pasadas las 09:30. El vacío que deja en la habitación es absoluto. Juan, solo y taciturno, mira lo que se dejó Consuelo al marcharse, sus zapatillas y la botella de agua que le había valido para afrontar la congoja vivida desde que llegó al hospital. Su principal apoyo, su bastón, se encuentra a sólo unos minutos de regalarle la vida y evitar que tenga que estar enganchado a la máquina de diálisis. La alegría de saber lo mucho que le ama su esposa no es suficiente para combatir del miedo al fracaso. Sus ojos brillan, pero no terminan de rompen a llorar. Juan aguanta y prefiere que esto sólo ocurra en su intimidad.

Son los momentos más duros. Ni Juan ni ninguno de los familiares que aguardan en la sala de espera tienen noticia alguna de lo que sucede en el quirófano. La tensión es máxima. Los únicos que respiran tranquilos son los cirujanos que se encuentran al frente de la operación, que están firmando una de sus mejores intervenciones en lo que va de año [2011]. Aunque los dos están en perfecto estado, el riñón elegido es el izquierdo, ya que, al tener los vasos más largos, es el que mejor facilita el injerto. La extracción se lleva a cabo por laparoscopia, un procedimiento que conlleva una invasión mínima y que se vale de tres o cuatro pequeñas incisiones y una algo mayor que es por donde se extrae el riñón.

La normalidad -al gusto de la doctora Requena- impera en el primer acto de la jornada y después de menos de dos horas desde el inicio, en torno a las 13:00, concluye la operación. El éxito es rotundo, el riñón que conserva Consuelo funciona sin problemas y el que entrega a su marido se mantiene en líquido de perfusión a unos cinco grados de temperatura. Pronto, en minutos, los familiares son conscientes de cómo ha ido todo. La alegría desborda a los familiares y amigos que se han trasladado al Reina Sofía para estar junto a Juan y Consuelo y ser testigos del heroico gesto de ella hacia él. Aunque la vida del órgano extraído fuera del cuerpo es de 30 horas, apenas si está un par de ellas en el banco que el doctor Leva mima con celo.

Juan, muy inquieto hasta que le aseguran que su mujer "está bien", pasa al mismo quirófano, el 8, donde el equipo de la doctora Requena ha concluido la primera de las intervenciones. La complicidad entre Requena y Anglada es más que notable y se palpa. Sólo les basta un gesto -y a veces ni eso- para saber qué hay que hacer en cada momento de la operación. El implante se hace por el método convencional -no por laparoscopia- y se extiende de las 13:55 a las 16:00. El resultado es "de 10", coinciden los cirujanos. Los vasos de Juan, arteria y vena, han casado a la perfección con el riñón de Consuelo en una demostración más de que la compatibilidad de ambos va más allá de todo. Anglada, Requena y Cano liberan la entrada de sangre al riñón y la sangre fluye llenando de vida al órgano, que abandona el aspecto blanquecino que ha tenido durante su estancia en el banco para destacar ahora por su turgencia y su tono rosáceo. Parece como una especie de agradecimiento, el más íntimo, que el organismo de Juan brinda al regalo de Consuelo.

La euforia y las lágrimas de alegría explotan una vez que la familia ve cumplido el segundo trámite, el definitivo. Hay abrazos y ganas de saltarse toda norma hospitalaria para abrazar a los suyos y festejar el feliz desenlace de esta preciosa historia de amor. "Todo ha salido mejor que bien", manifiesta el doctor Anglada, sereno a la vez que contento y, sobre todo, muy tranquilizador.

Unidos para siempre por una pareja de riñones -ella, el derecho, y él, el izquierdo-, Consuelo y Juan abandonan la zona de reanimación para regresar a la planta. Ella, victoriosa y con una sonrisa que no se borra a pesar del cansancio, regresa a la 1441, la misma habitación en la que habían estado muchas horas presos del miedo. Él, por su parte, ha de recuperarse en la cámara de trasplante, un espacio donde no hay contacto con pacientes ni familiares, sólo con el personal sanitario. Aunque separados por un par de tabiques, ambos coinciden en que este día, el 14 de diciembre de 2011, es ya el más importante de sus vidas y que lo celebrarán como el día en el que se rubricó su segundo "sí, quiero".
mañana. Último capítulo: De vuelta a casa.
Una vida para dos (V): De vuelta a casa
Consuelo y Juan regresan a Villa del Río tras diez días en el hospital y con la ilusión de afrontar una vida nueva fruto de la donación del riñón.
RAFAEL CARLOS MENDOZA | ACTUALIZADO 22.01.2012 - 09:02

En el capítulo iv La doctora Requena y el doctor Anglada dirigen la extracción e injerto del riñón que Consuelo le ha donado a su marido, Juan, un éxito rotundo que sirve de broche a una historia de amor repleta de dudas y miedos

Cuando se inició esta historia de amor incondicional entre Consuelo Mantas y su marido, Juan Herencia, la imagen de Padre Jesús de Villa del Río cobró un protagonismo especial. La familia se encomendó a la imagen que preside la capilla del colegio de la Divina Pastora de su pueblo para pedirle fuerzas y ánimo con los que afrontar los crecientes problemas renales que sufría Juan y años después para rogarle que evitara el fracaso en el trasplante del riñón que ella había decidido entregarle a él en un gesto que rozaba la heroicidad. Tan claro han tenido -y tienen- que las creencias religiosas fortalecen al ser humano y hasta hacen posible lo imposible que acuden a esta capilla antes que a su propia casa. Lo hacen con signos visibles de su reciente paso por el Hospital Reina Sofía: él con la mascarilla y el gesto visiblemente cansado y ella con los informes clínicos, también agotada, y toda la documentación que habían necesitado desde el 13 al 23 de diciembre, antes de Navidad como habían soñado. Los motivos sobran, en su opinión, para esa acción de gracias a Padre Jesús, presente en todo momento a través de las más variadas iconografías: la vieja estampa que custodia en el bolsillo de la chaqueta y la de la cartera, el fondo de pantalla del teléfono móvil, una pulsera con la imagen del titular y hasta un trozo de túnica antigua y unos tornillos que habían hallado en la madera al restaurarlo.

La capilla del colegio de la Divina Pastora es, por tanto, la primera parada que hacen en Villa del Río. En la media hora de viaje de regreso a casa, Juan y Consuelo casi no mantienen conversaciones. Él va delante junto a su suegro, que es quien conduce el vehículo, y ella detrás, con su madre. La satisfacción y la alegría son más que evidentes en el interior a pesar de que él no parece creerse que la pesadilla ya haya terminado. No tendrá que viajar más a Córdoba para dializarse y se acabó el sinvivir de pasarse el día pendiente del teléfono en busca de alguien que iluminara un túnel del que llegaron a pensar que no saldrían nunca. Su mirada es la de un hombre nuevo, ahora sólo obsesionado con abrazar a sus hijas, Ana Estrella y Rocío, sus sobrinos, hermanos, el resto de la familia, los amigos y, en definitiva, todas aquellas personas que han estado a su lado en los peores momentos. Sin embargo, los primeros con los que comparten su alegría son Miguel, hermano mayor de la cofradía de Padre Jesús, y las religiosas Josefa y Babina, hermanas franciscanas misioneras. Juan y Consuelo van directos al camarín, donde pasan alrededor de cinco minutos. "Le debemos mucho", afirman.

María Luisa, la hermana de Juan, no aguanta la espera y se desplaza a la capilla consciente de que ésta sería su primera parada. Abre la puerta y, llorando, se funde en un abrazo que dura varios segundos. La satisfacción es tal que allí mismo tienen lugar las primeras bromas. "Así estás mucho mejor con tu ropa y no con la bata verde tan fea que te habían puesto", le dice el hermano mayor de la cofradía, que continúa con un "seguro que ya gruñes y todo, señal de que vuelves a estar bien". Los comentarios de Miguel generan las primeras carcajadas e incluso Juan, objeto de la broma, comparte las risas y hasta amaga con responder a las mismas. Aunque algo más delgado, Juan ha perdido el tono blanquecino que había tenido en el hospital.

Tras la preceptiva parada en la capilla de Padre Jesús, la familia Herencia Mantas llega a su casa. Lo hace a las 17:00, cerca de dos horas después de que los médicos le firmaran el alta. Juan se abraza a Ana Estrella, su hija mayor, y le pregunta que dónde está su hermana: "Está con la tita", le contesta a su padre. Su llegada a la casa era una sorpresa que le querían dar a las niñas, pero falta la "pequeña", a la que tratan de localizar a través del teléfono móvil. "Eso es que la tita no lo oye porque estará en la azotea o donde sea", comentan. Mientras tanto, esta vivienda de la avenida de Andalucía empieza a sufrir un continuo trasiego de personas. Familiares, amigos y vecinos van llegando para abrazar a Juan y decirle un "ya se ha acabado todo, ahora toca recuperarse", un mensaje que se repite en sucesivas ocasiones. Algunos no se explican cómo Juan y Consuelo han regresado a su casa en apenas diez días.

Las felicitaciones son constantes, en persona y por teléfono, pero la más singular y entrañable de todas consiste en una pequeña tarjeta de Navidad que firman sus sobrinos Belén y Alfonso, de tres y cinco años respectivamente. Le habían dibujado un colorido árbol de Navidad con un "te queremos mucho" en la parte inferior, un mensaje que emociona a Juan y que deja con cuidado sobre la mesa. La alegría no oculta, en cualquier caso, el cansancio que acumula. Tiene ganas de ducharse y cambiarse, de volverse a sentar y ver la televisión. De disfrutar, en definitiva, de su casa, a la que ha echado tantísimo de menos en los últimos días. A Juan sólo le falta ver a su "pequeña", que llega más de media hora después de lo previsto. La satisfacción es ya total y los cuatro se funden en el abrazo del reencuentro con el que tanto habían soñado. Rocío le habla a sus padres de sus notas y de lo mucho que le ha echado de menos estos últimos días. "¿Ha ido todo bien?", le pregunta a su hija.
Es inevitable, por la fecha -víspera de Nochebuena-, que surja la conversación en torno a la cena del 24 de diciembre. Consuelo, que ya llevaba varias días con el alta médica, le comenta que existe la posibilidad de marcharse con su familia y sus primos, aunque entiende que Juan está cansado después de la compleja operación a la que se ha sometido y ha de aprovechar estos días para recuperarse. Poco a poco y casi sin darse cuenta se van alejando de los comentarios relacionados con su pasado inmediato. La muestra de amor que Consuelo ha tenido con su marido le ha devuelto la vida y ahora es el momento de mirar hacia el frente, de hacer todo aquello que se les ha resistido desde que les dijeron que Juan tendrían que pasar de tres a cuatro veces por semana por la máquina de diálisis -primero por el Hospital Reina Sofía y después por el centro de la calle Perpetuo Socorro, también en la capital-. Ahora volverán a viajar, a estar una semana en la playa y a hacer planes sin esa dependencia de los niveles de creatinina, ahora absolutamente normales.

Juan y Consuelo, aunque con cierto retraso, pueden preparar la Navidad. De hecho, todos los médicos que participaron de una u otra manera en el proceso previo y en el propio trasplante -nefrólogos y urólogos- casi que se habían comprometido con ellos en que sería así "si todo salía bien". Y así ha sido. Tras meses de incertidumbres, temores y dudas, piensan ya en cómo organizarán la Nochevieja, en los regalos de Navidad y Reyes Magos y hasta en la necesidad de decorar la casa con luces y guirnaldas de colores, llenar una bandeja de turrones y mantecados y escuchar villancicos.
No dudan que será la mejor Navidad de toda su vida. Juan está convencido de que ha vuelto a nacer y Consuelo tiene muy claro de que ha hecho lo que tenía que debía, porque, recuerda, "si él estaba mal lo estábamos todos, sus hijas y yo misma". La historia ha tenido un final feliz, "mucho", señalan ambos. Ahora tienen un riñón cada uno y una vida para dos.

De vuelta a casa
Consuelo y Juan regresan a Villa del Río tras diez días en el hospital y con la ilusión de afrontar una vida nueva fruto de la donación del riñón.



En el capítulo iv La doctora Requena y el doctor Anglada dirigen la extracción e injerto del riñón que Consuelo le ha donado a su marido, Juan, un éxito rotundo que sirve de broche a una historia de amor repleta de dudas y miedos

Cuando se inició esta historia de amor incondicional entre Consuelo Mantas y su marido, Juan Herencia, la imagen de Padre Jesús de Villa del Río cobró un protagonismo especial. La familia se encomendó a la imagen que preside la capilla del colegio de la Divina Pastora de su pueblo para pedirle fuerzas y ánimo con los que afrontar los crecientes problemas renales que sufría Juan y años después para rogarle que evitara el fracaso en el trasplante del riñón que ella había decidido entregarle a él en un gesto que rozaba la heroicidad. Tan claro han tenido -y tienen- que las creencias religiosas fortalecen al ser humano y hasta hacen posible lo imposible que acuden a esta capilla antes que a su propia casa. Lo hacen con signos visibles de su reciente paso por el Hospital Reina Sofía: él con la mascarilla y el gesto visiblemente cansado y ella con los informes clínicos, también agotada, y toda la documentación que habían necesitado desde el 13 al 23 de diciembre, antes de Navidad como habían soñado. Los motivos sobran, en su opinión, para esa acción de gracias a Padre Jesús, presente en todo momento a través de las más variadas iconografías: la vieja estampa que custodia en el bolsillo de la chaqueta y la de la cartera, el fondo de pantalla del teléfono móvil, una pulsera con la imagen del titular y hasta un trozo de túnica antigua y unos tornillos que habían hallado en la madera al restaurarlo.

La capilla del colegio de la Divina Pastora es, por tanto, la primera parada que hacen en Villa del Río. En la media hora de viaje de regreso a casa, Juan y Consuelo casi no mantienen conversaciones. Él va delante junto a su suegro, que es quien conduce el vehículo, y ella detrás, con su madre. La satisfacción y la alegría son más que evidentes en el interior a pesar de que él no parece creerse que la pesadilla ya haya terminado. No tendrá que viajar más a Córdoba para dializarse y se acabó el sinvivir de pasarse el día pendiente del teléfono en busca de alguien que iluminara un túnel del que llegaron a pensar que no saldrían nunca. Su mirada es la de un hombre nuevo, ahora sólo obsesionado con abrazar a sus hijas, Ana Estrella y Rocío, sus sobrinos, hermanos, el resto de la familia, los amigos y, en definitiva, todas aquellas personas que han estado a su lado en los peores momentos. Sin embargo, los primeros con los que comparten su alegría son Miguel, hermano mayor de la cofradía de Padre Jesús, y las religiosas Josefa y Babina, hermanas franciscanas misioneras. Juan y Consuelo van directos al camarín, donde pasan alrededor de cinco minutos. "Le debemos mucho", afirman.

María Luisa, la hermana de Juan, no aguanta la espera y se desplaza a la capilla consciente de que ésta sería su primera parada. Abre la puerta y, llorando, se funde en un abrazo que dura varios segundos. La satisfacción es tal que allí mismo tienen lugar las primeras bromas. "Así estás mucho mejor con tu ropa y no con la bata verde tan fea que te habían puesto", le dice el hermano mayor de la cofradía, que continúa con un "seguro que ya gruñes y todo, señal de que vuelves a estar bien". Los comentarios de Miguel generan las primeras carcajadas e incluso Juan, objeto de la broma, comparte las risas y hasta amaga con responder a las mismas. Aunque algo más delgado, Juan ha perdido el tono blanquecino que había tenido en el hospital.

Tras la preceptiva parada en la capilla de Padre Jesús, la familia Herencia Mantas llega a su casa. Lo hace a las 17:00, cerca de dos horas después de que los médicos le firmaran el alta. Juan se abraza a Ana Estrella, su hija mayor, y le pregunta que dónde está su hermana: "Está con la tita", le contesta a su padre. Su llegada a la casa era una sorpresa que le querían dar a las niñas, pero falta la "pequeña", a la que tratan de localizar a través del teléfono móvil. "Eso es que la tita no lo oye porque estará en la azotea o donde sea", comentan. Mientras tanto, esta vivienda de la avenida de Andalucía empieza a sufrir un continuo trasiego de personas. Familiares, amigos y vecinos van llegando para abrazar a Juan y decirle un "ya se ha acabado todo, ahora toca recuperarse", un mensaje que se repite en sucesivas ocasiones. Algunos no se explican cómo Juan y Consuelo han regresado a su casa en apenas diez días.

Las felicitaciones son constantes, en persona y por teléfono, pero la más singular y entrañable de todas consiste en una pequeña tarjeta de Navidad que firman sus sobrinos Belén y Alfonso, de tres y cinco años respectivamente. Le habían dibujado un colorido árbol de Navidad con un "te queremos mucho" en la parte inferior, un mensaje que emociona a Juan y que deja con cuidado sobre la mesa. La alegría no oculta, en cualquier caso, el cansancio que acumula. Tiene ganas de ducharse y cambiarse, de volverse a sentar y ver la televisión. De disfrutar, en definitiva, de su casa, a la que ha echado tantísimo de menos en los últimos días. A Juan sólo le falta ver a su "pequeña", que llega más de media hora después de lo previsto. La satisfacción es ya total y los cuatro se funden en el abrazo del reencuentro con el que tanto habían soñado. Rocío le habla a sus padres de sus notas y de lo mucho que le ha echado de menos estos últimos días. "¿Ha ido todo bien?", le pregunta a su hija.
Es inevitable, por la fecha -víspera de Nochebuena-, que surja la conversación en torno a la cena del 24 de diciembre. Consuelo, que ya llevaba varias días con el alta médica, le comenta que existe la posibilidad de marcharse con su familia y sus primos, aunque entiende que Juan está cansado después de la compleja operación a la que se ha sometido y ha de aprovechar estos días para recuperarse. Poco a poco y casi sin darse cuenta se van alejando de los comentarios relacionados con su pasado inmediato. La muestra de amor que Consuelo ha tenido con su marido le ha devuelto la vida y ahora es el momento de mirar hacia el frente, de hacer todo aquello que se les ha resistido desde que les dijeron que Juan tendrían que pasar de tres a cuatro veces por semana por la máquina de diálisis -primero por el Hospital Reina Sofía y después por el centro de la calle Perpetuo Socorro, también en la capital-. Ahora volverán a viajar, a estar una semana en la playa y a hacer planes sin esa dependencia de los niveles de creatinina, ahora absolutamente normales.

Juan y Consuelo, aunque con cierto retraso, pueden preparar la Navidad. De hecho, todos los médicos que participaron de una u otra manera en el proceso previo y en el propio trasplante -nefrólogos y urólogos- casi que se habían comprometido con ellos en que sería así "si todo salía bien". Y así ha sido. Tras meses de incertidumbres, temores y dudas, piensan ya en cómo organizarán la Nochevieja, en los regalos de Navidad y Reyes Magos y hasta en la necesidad de decorar la casa con luces y guirnaldas de colores, llenar una bandeja de turrones y mantecados y escuchar villancicos.
No dudan que será la mejor Navidad de toda su vida. Juan está convencido de que ha vuelto a nacer y Consuelo tiene muy claro de que ha hecho lo que tenía que debía, porque, recuerda, "si él estaba mal lo estábamos todos, sus hijas y yo misma". La historia ha tenido un final feliz, "mucho", señalan ambos. Ahora tienen un riñón cada uno y una vida para dos.

AUTOR: RAFAEL CARLOS MENDOZA | (ABC)